De los muchos hombres de traje y corbata desfilando por Casa Presidencial, Jorge Leandro no es uno de ellos.
Más bien, él lleva unas Nike Air Force blancas, unas trenzas estilo Sean Paul y una camisa manga corta con dibujos de frutas en sus bolsillos.
El presidente de la República va adelante, siempre adelante. Es el comienzo del último año de su mandato, lo que también significa un año de despedidas, de acumular imágenes en un archivo mental que oscila entre lo deseado y lo no deseado; es, también, el inminente contrarreloj que tanto pone a pensar a Jorge en aquella frase de Rubén Darío que muchas veces ha recitado en su camino presidencial que se ha extendido por seis años: “si la Patria es pequeña, uno grande la sueña”.
Unas cuantas semanas antes de su último primero de enero en Casa Presidencial, Jorge disfrutaba sus vacaciones. Aunque sus días libres suelen teñirse del grisáceo sonido que provocan las notificaciones del celular, esas que le recuerdan su jefatura en el departamento de audiovisuales, este año no estaba dispuesto a ceder la fascinación que comenzó hace seis años.
Cada año nuevo, Jorge cambia su atuendo de trabajo presidencial por uno de fantasía. No importan tanto las botas, las camisas o los pantalones como la máscara que tome de su repisa para convertirse, al menos por un día, en alguien más.
Hoy Jorge finalmente me las muestra: en su estante personal hay una máscara de payaso, otra de un narizón, también una de un hombre negro y, en un cajón al costado, una serie especial de máscaras que no reflejan rostros humanos. Hay una de picos, por ejemplo, así como la máscara de uso más reciente: la de un mono.
Jorge saca su celular y, desde una cuenta privada de Instagram, me enseña sus creaciones. En la que data del fin del año pasado, él aparece con unas medias altas y unas mangas veteadas de naranja, una camisa de flores del mismo color, una gorra de Los San Francisco 49ers, pantalones y guantes negros, unas botas cafés y, el detalle más importante: el rostro de un simio. La foto se acompaña de la descripción: “cuando los monos vuelen”.
—Desde entonces no he podido tomar vacaciones— dice hoy, a falta de casi dos meses para acabar la administración—. Hoy trabajé en la mañana, pero me vine temprano a la casa a resolver unas cosillas.
—Sí, pero aún hay mucho despelote. Hay que sacar tiempo para firmar cosas, hacer inventarios, entonces el otro día saqué vacaciones, pero igual tuve que ir al trabajo.
—No, no— responde tímidamente.
—Vieras que el fútbol no, no me encanta.
—Nombres, ya con una basta— dice soltando una risa y señalando con su barbilla a la habitación donde reposa su cofre de máscaras.
—Yo creo que en mayo— dice Jorge, con mirada cómplice—. El 8 de mayo tal vez.
—Apenas para el fin de la administración.
—Pues sí— dice nuevamente riendo, hasta desdibujar su sonrisa rápidamente, como si recordara un duelo que tenía olvidado. Al instante, retoma la conversación diciendo: ¿querés café?
—Sí, le escribí al chavalo que me la estaba haciendo (la máscara), pero no sé cuándo vendrá.
***
Jorge, hundido en el sillón marrón de su sala, habla sobre salir de Presidencia como si se tratara de la pensión de vejez, como si no hubiese nada después del 8 de mayo. Tras dos gobiernos, finalmente Jorge debe abandonar el trabajo más grande que ha tenido.
Por supuesto, pensar este tiempo de trabajo sin dolor es equiparable a querer invertir una copa sin derramar el vino que contiene.
Porque Jorge, muy en sus adentros, siente lo mismo que alguna vez dijo Rafael Alberto, de encontrarse en «esa edad fascinante en la que a uno le gustaría que lo mataran para enterarse, después de muerto, lo que dicen de uno».
Por eso, finalmente, se levanta de su sillón y abre la puerta de su oficina. Allí está su laptop con una fotografía que él mismo tomó hace unos meses, en la que aparece una escultura de dos figuras humanas, una sobre la otra. Una grúa las transporta.
La fotografía, tomada en blanco y negro, expira poesía. Jorge escribió en la descripción de la publicación: “los abrazos indicados nos elevan”.
—Es una fotografía hermosa— le digo.
—La foto en realidad no es tan así. Está recortada porque atrás se ven unas muflas y toda la mierda.
Me río.
—Pero esto es así, uno lo ve de la forma que desee y todo bien. Yo a los 20 me iba hacer un tatuaje, pero me dio miedo, entonces me tomé una foto y la mandé a imprimir. Ahora a los 30 sí me voy a hacer un tatuaje.
—Sí, con una frase en latín, que me gusta mucho: “de parvis grandis acervus erit”, que significa que de lo más pequeño, nace lo más grande. Te juro que no es un conjuro de Harry Potter.
—Es demasiado noño pero digamos, hace muuucho mucho tiempo jeje Google tenía una cosa como para mejorar la búsqueda. Yo estaba en la computadora y me saltó esa frase.
Jorge no tuvo que anotarla: se le quedó fijada en la cabeza por años.
Sobre la computadora, está la fotografía que suplantó este tatuaje hace diez años. Jorge aparece irreconocible porque, a pesar de no ser un hombre obeso actualmente, aparece en la fotografía casi esquelético, con el pelo corto tirado a un lado y sin cachetes.
Para Jorge, ver la fotografía es similar a un acto religioso. Se queda pensando en que, en aquellos años, todos sus pensamientos parecían una verdad rotunda.
Si bien, tomar una fotografía cada año nuevo significaba una suerte de bautizo, Jorge quería que sus 25 años fueran coronados por esta postal en particular.
Su esposa Priscilla —entonces novia— recuerda a la perfección su mirada brillante, sus ojos brotados y sus ansias por encontrar el lugar perfecto para esta foto.
“Eso sí: nos hartaron los zancudos”, recuerda Priscilla entre risas, en el mismo sillón de la sala, unos cuantos días después. A los segundos, ella respira y toma un tono serio: “esa foto yo creo que marca un antes y un después de nuestra relación”.
Jorge, ahora con orgullo, cuenta que creció como un niño ñoño. Se la pasaba inventándose artilugios como una calculadora de gastos, grabando videos en el colegio y, por las noches, acostándose con la escucha de programas radiales de opinión, como si dentro de él viviera un hombre de 50 años.
En aquellos tiempos de secundaria, Jorge era quien siempre levantaba la mano en la clase. Entre tanta participación, era imposible que pasara desapercibido.
Priscilla lo recuerda a la perfección: la primera vez que se fijó en Jorge fue en el aula 11 del pabellón de Estudios Sociales del colegio. “No voy a decir que fue amor a primera vista porque no fue así”, admite Priscilla, “porque en aquel momento de hecho a mí me gustaba otro muchacho, pero él se hizo amigo de mi primo Sebas así que nos hablábamos y si yo llegaba a abrazarlo me veía con cara como de ‘¿esta mae qué hace?”.
—Pasaron 2, 3 años, hasta que tuvimos 15. La relación ha ido creciendo desde lo más mínimo, digamos desde ese primer contacto que fue tieso hasta que yo después comprendí que él era así por su crianza.
Priscilla se animó a ir más allá: le envió zumbidos por Messenger y lo llamaba directamente a la casa para hablar con “Jorge hijo” (pues su padre se llama igual); por su parte, él le enviaba tarjetitas de amor de Gusanito y la esperaba después de clases para acompañarla a la parada de buses.
A mediados del 2006, Priscilla quiso ir más allá de los vaivenes románticos. Se lanzó al agua y le dijo que quería “encaminarse” a que fueran novios, aunque la propuesta no llegó hasta el 11 de enero del 2007.
Ambos venían tomados de la mano, bajando desde el Mall San Pedro, cuando Jorge se animó a pedirle lo que tanto esperaba. “Yo le dije que sí y nos dimos un besito todo cosi, un piquito”, recuerda enternecida.
Pero la historia de amor se truncaría: el abuelito de Priscilla murió poco menos de un mes después.
“Yo recuerdo que le dije a Jorge: ‘yo en verdad en verdad te quiero, en verdad me gustaría que esto funcione, pero yo estoy rota ahorita y no puedo estar con vos y no se me hace justo involucrarte en este dolor que yo siento ahorita’”, le dijo. El acuerdo fue mutuo: por ese año (décimo de secundaria) solo serían amigos.
Priscilla cuenta la historia recostada en el sillón de la casa, mientras Jorge medio escucha desde la cocina la conversación.
“Sí, de hecho, los primeros 6 meses de año escolar estaba resentido mi amor”, dice entre risas Priscilla, con el alivio de saber que todo acabó en buen puerto. “Jorge estaba triste y a veces no me quería ni hablar o se daba la vuelta cuando yo aparecía. No estaba enojado, él me entendía, pero sí era complicado…”.
Pasaron casi dos años. La universidad se aproximaba para ambos y en los meses finales del colegio debieron toparse en los exámenes de admisión de la universidad. Priscilla escribió rápidamente sus respuestas de la prueba, calculó el tiempo de duración e hizo todo lo posible para toparse a Jorge a la salida del examen.
En su prisa, aún con la mente enredada por las ecuaciones del examen de lógica matemática, logró hacerse camino. Llegó donde estaba Jorge, soltó una sonrisa, pero él no quería saludarla.
“Todos mis compañeros sabían que él me gustaba”, rememora, acongojada. “Tenía de hecho dos compañeros que estaban ahí dele y dele para que yo tuviera algo con ellos y yo siempre decía que no, porque yo tenía la ilusión de estar algún día con Jorge”.
Uno de esos posibles amantes le pidió que lo acompañara de regreso a casa. A Priscilla le quedaba de camino y dijo: “por qué no”, y entonces se dio cuenta por su reacción que Jorge sí estaba interesado.
Jorge no se contuvo. Llegó el baile de graduación y llevó la más grande de las rosas imaginadas. “Era la más hermosa, la más espectacular. Mi esposo me ha dado yo no sé cuántas flores, pero como esa rosa no hay ninguna. Yo iba subiendo las gradas, Jorge iba bajando, lo vi y fue como… De película”.
Luego se siguieron viendo, especialmente en la iglesia a la que asistían. El colegio había quedado atrás, pero no el romance, así que el 20 de julio de ese año, justo en la iglesia, Jorge le pidió que fuesen novios, dos años y medio después de la primera vez que lo intentaron. A la fecha, son 12 años de aquel momento y cinco de esa fotografía que cuelga en la pared como un altar.
“De esa fotografía hay mucho por recordar”, retoma Priscilla sobre la conversación, “porque no era que había celos, pero en ese tiempo costaba mucho vernos”.
Jorge y Priscilla estudiaron en universidades diferentes, en provincias diferentes, con horarios diferentes. Si un mensaje le llegaba a su celular, al estilo de “veámonos”, no había respuesta segura. “Eran tiempos complicados”, afirma Jorge por aparte, otro día, en otra conversación.
Priscilla rememora, eso sí, que más de una vez un amigo de Jorge, llamado Andy, siempre estaba al lado de su novio. Entonces aparecieron los pensamientos inevitables: “yo pensaba…
¿Cómo no tenés tiempo para mí y tenés tiempo para él? Luego en efecto entendí que sí era que no nos coincidían los tiempos”.
Jorge quería solucionar el problema a su propia manera, buscando el ritual propio: la fotografía. Para esa edad tan redonda, como suenan los 25, dispuso su carro para dar la travesía. Ir a la montaña los tres tomarse una fotografía le pareció la solución.
Priscilla, y este amigo llamado Andy, se conocían desde pequeños a causa de encuentros en la iglesia que tenían en común. Precisamente, ella le presentó a Jorge cuando eran novios, con la sorpresa de que se llevarían como compinches para siempre.
Andy, por su parte, ve en ambos una pareja destinada a estar junta. Ambos lo han acompañado en su aventura de vida, donde ha hecho de todo: ha sido docente de inglés, peón de construcción, mensajero, electricista, camarógrafo , profe de música y, sobre todo, mecánico.
Aunque no es su oficio principal hoy día, justamente la mecánica fue lo que lo llevó a Andy a enraizar su amistad con Jorge. El querido auto de Jorge, llamado Tomás y que conserva como su amor de motor por siempre, sufrió un descalabro en un viaje a las Eólicas de Santa Ana.
Al respecto, Andy tiene toda una epicrisis sobre su paciente automotor: “tuve que sacar el motor, reparar luces, pintar, corregir problemas de puertas, de vidrios…”, dice Andy, en una letanía de mecánica que ha preservado por una década.
“Es un carro viejo del 91 entonces siempre hay cosas de nunca acabar. Yo aprecio ese carro porque aprendí muchísimo reparándolo; Jorge lo aprecia aún más para traérmelo siempre”.
—Es el primer amor, nunca va a ver un carro igual. Seguro piensa lo que muchos: “que mi carro es el mejor que he tenido toda la vida”. Sigue manteniéndolo por la misma relación sentimental, de haberlo cuidado con su propia plata. Le ha costado mucho y no quiere dejarlo ir. Se puede comprar un segundo carro, pero yo sé que lo adora y también es la excusa para siempre poder vernos.
Aún así, hay una excusa mayor para verse. “Luego me di cuenta que Andy no venía a la casa solo por mí”, vacila Jorge, al revelar que su mejor amigo se convirtió en su cuñado.
—Estamos juntos. Es una amistad de vernos crecer, de enorgullecerse de lo que ha hecho y hasta dónde ha llegado. Y también que cuente con uno en momentos como estos, en que inevitablemente su vida va a cambiar.
—Sí, sin dudas. Sé que está nervioso, pero sé que estará bien y que cuenta con todos nosotros.
***
La llamada le llegó acostado. Cuando vibró el teléfono, Jorge y Priscilla estaban tirados en la cama, viendo tele, “un domingo cotidiano”, según ella, quien recuerda cómo Jorge fue cambiando la expresión conforme la llamada avanzaba.
Aquel telefonazo de Presidencia, hace seis años, Jorge lo sospechó como falso por unos cuantos segundos. Colgó, se volteó hacia Priscilla y le preguntó: “¿será o no será cierto?”.
La respuesta es obvia: así comenzaría su trabajo en la Casa Presidencial de Costa Rica, la primera de dos administraciones que lo llevarían para Zapote. Allí ingresó como desarrollador web; después fue parte del equipo de producción audiovisual hasta llegar a la jefatura.
Al rememorar esa alzada laboral, el padre de Jorge —del mismo nombre— habla como si ese instante hubiese sido el clímax de la vida de su hijo. “Nosotros sabíamos que iba a hacer algo grande”, dice, hablando también por su madre y su hermana. “Sabíamos que Jorge lo iba a lograr”.
El tono en que el padre lo dice es como si el relato de su relación con Jorge acabara aquí; como si todos esos años de esfuerzo, trabajando doble jornada en una institución bancaria para llevar dinero a casa, tuvieran su recompensa en ese instante de vida que, de hecho, se aproxima a su fin.
Jorge sonríe al escuchar a su padre, lo mismo que a su madre quien dice que “Jorge desde pequeño fue especial, era un niño inteligente que iba más allá de armar legos. Quería crear, quería aprender a ahorrar, quería tomar todo lo bueno que hacíamos en casa para hacerlo suyo”.
Unos días antes, Jorge me compartió sus impresiones sobre sus progenitores. “Se que están orgullosos de esta parte de mi vida”, me dijo. “Ha habido sacrificios y ellos saben cuáles fueron”.
Dentro de esos sacrificios, sin dudas, la salud mental es algo en lo que coinciden su esposa y todos sus familiares. Incluso, el propio Jorge recuerda una ironía: había pasado semanas elaborando una cadena televisiva para promover la salud mental y, tras el trajín, acabó en el hospital con un trastorno generalizado de ansiedad.
Parte de la mitología del mundo político es que el ambiente es hostil. Por supuesto, Jorge ve este universo en escala de grises, pero no niega lo que ha caído en sus hombros durante seis años y que, cuando sea 8 de mayo, también dejará de existir.
“Yo quisiera que la gente fuera empática tanto como yo lo soy”, admite, “pero a veces los puestos de jerarquía mal llevados, son llevados sobre la oposición de ideas, entonces es complicado. Creo que he sobrevivido a eso, porque yo creo que es más fácil que el trabajo hable de uno o que el trabajo sea a andar ahí tirándose flores”.
Para ejemplificarlo, pone un ejemplo.
“Un compañero un día me preguntó que por qué yo aguantaba tanto”, cuenta Jorge, refiriéndose a las llamadas incesantes todo el día, a las horas extra regaladas y al encargarse de diligencias que deberían ser compartidas, “entonces, de la nada me viene una respuesta que todavía la guardo y es que este trabajo en particular es una línea rápida de aprendizaje que yo inclusive en la maestría que estoy matriculando no la voy a tener. Entonces yo cada vez tengo que poner algo para que alguien trabaje mejor, no es ni siquiera una inversión para eso tal cual, es una inversión para descubrir cosas juntos, entender cosas…”.
Otra anécdota aparece en esa misma línea. Henry, uno de sus principales pupilos, no tiene más que admiración por Jorge. “Es un tipo increíble”, subraya y repite sobre su jefe.
—Un ejemplo. El otro día, un compañero de otro departamento estaba desesperado, preocupado por saber qué pasaría con su vida después del ocho de mayo. Jorge se le acercó, lo calmó y viéndolo a los ojos le dijo que todo estaría bien. Puede que Jorge se lo estuviera diciendo a sí mismo, pero no estaba en la obligación de ayudarlo y lo hizo. Lo calmó. Jorge siempre busca la calma.
***
Cuando llega el día, el esperado viernes que antecede al traspaso de poderes, Jorge no aparece en redes sociales. El resto de sus compañeros no paran de subir fotos a Instagram y a Facebook con el Presidente de la República, subtitulando “ciclo cerrado”, “finalmente”, “una etapa de mucho aprendizaje” y otros mensajes similares.
Pasan las horas, llega la tarde y no hay señal de Jorge. “¿Estás bien?”, le pregunto por mensaje de texto. “Estoy bien”, me contesta en un audio con aliento a duelo.
Seguramente, estará recordando las giras, los chismes contados en voz queda en su despacho, las lágrimas brotadas en silencio que cayeron sobre su escritorio, los abrazos que inauguraron cada año presidencial, cada año de trabajo.
Jorge, finalmente, se va con la pregunta de si dio a sus palabras hechos, si soñar con el triunfo era el último paso de sus años veinte, si todo esto fue un sueño… Sin olvidar que la victoria está en aquella foto tomada, tantos años ha, en una montaña de Coronado que parecía un lienzo en blanco.